QUIÉN. El presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, no acabará su mandato en diciembre, como hicieron en legislaturas anteriores sus predecesores, porque se presentará a las elecciones europeas del próximo junio.
QUÉ. Su decisión ha causado malestar entre algunos socios, por la incertidumbre, las prisas o la posibilidad incluso de que Viktor Orban gane protagonismo. Pero actuar así es típico de Michel -que llegó igual al cargo- y muy belga.
Charles Michel es hijo de político, hermano de político y muy probablemente padre y tío de políticos, aunque todavía no lo sepa. Nació en las trincheras parlamentarias, se alimentó de biberones de coalición y se retirará algún día dando vueltas a alianzas y equilibrios imposibles. En este país, la política es otra cosa. No es más seria que en otras partes, no es ni más limpia ni menos corrupta, y además está cargada de nepotismos, clientelismos y dinastías sonrojantes. Pero es otra cosa. Miran al tablero con ojos propios, se aproximan con reglas diferentes a los bloqueos y lo que en Madrid, Barcelona o Bilbao interpretarían como una derrota humillante, una bajada de pantalones, aquí se suele celebrar como un éxito, tiempo ganado o conflicto evitado.
Michel llegó al cargo de presidente del Consejo Europeo en 2019, dejando tirado a su Gobierno mientras estaba en funciones, y pasándole el marrón a una ministra más o menos desconocida. Y a nadie le pareció mal, una traición, algo imperdonable y arribista. Al revés. Vio una oportunidad, la aprovechó y no pasó nada. Ahora ha vuelto a hacer lo mismo, solo que su público, tanto los primeros ministros como los observadores de los asuntos comunitarios, son menos comprensivos.
Tiene 48 años y acababa su mandato a finales de 2024 tras cinco dirigiendo cumbres, pero como no ve en el horizonte ningún cargo apetitoso, ha decidido presentarse a las elecciones europeas en junio. No descarta nada, ni en el propio Parlamento, ni siquiera en la Comisión en sus mejores sueños, pero sobre todo se ha cubierto las espaldas, aunque eso suponga dejar al resto con incertidumbre e incluso la posibilidad de que Viktor Orban, Mr. No, acabe asumiendo temporalmente alguna de sus funciones.
Decía un analisto de la realidad española, y lo decía en serio, que lo de entendernos se nos da fatal porque no tenemos siquiera palabras equivalentes al compromise anglosajón. Los belgas tienen varias expresiones, en dos idiomas, que doblan el nivel de profundidad y se complementan. Los que hablan neerlandés usan zijn plan trekken y los francófonos, ufanos, compromise à la belge. La primera es mejor, mucho más rica. Viene a querer decir, como se débrouiller o tirer son plan, apañarse, desenvolverse, buscarse las castañas, trazar tu propio plan, en la política y en la vida. Un modo de actuar esencialmente belga, mezcla de pragmatismo y oportunismo.
Hay una parte de egoísmo, no hay duda, pero otra también de respeto y madurez. No personal, sino en las relaciones con los demás y sus capacidades. Supone dejar de pensar que todos son críos indefensos, que el sistema se cae sin ti, que o nosotros o el caos. Los belgas en eso puedan dar ejemplo al resto del planeta. No dramatizan si se quedan dos años sin Gobierno, si tienen que repartir competencias con otras siete personas, si toca pasar de jefe a soldado raso. Si tienen que renunciar al poder o sus prioridades en un sistema en el que domina una fuerza independentista, a pesar de que sus votantes no tienen interés en la independencia. Todos llegan y pasan. No se van, porque esto más que un río que fluye es un lago estancado y todos se quedan, aunque sea quietos en un rinconcito. Cediendo, transigiendo, pactando. Pero siempre cobrando de lo público. Y mucho.