Quién. La eurodiputada griega fue la detenida más célebre por el escándalo de corrupción que sacudió la Eurocámara hace un año.
Qué. Ahora lidera una contraofensiva. «Esto no es un Qatargate, esto es un Belgagate«, dice. Había 778.000 euros en su casa, pero acusa al cabecilla. Suena mal, poco creíble, pero hasta la fecha, la investigación no ha aportado evidencias. Y pasó meses en la cárcel mientras los mejor conectados se libraban.
Hace un año, la policía belga destapó el mayor caso de corrupción en la historia de las instituciones europeas. Había escándalos célebres, como la caída de la Comisión Santer en 1999. O el caso, en 2012, de John Dalli, comisario maltés de Salud y Política de Consumidores, que fue dimitido fulminantemente por un caso de tráfico de influencias con una tabaquera. Pero esto era diferente. El Qatargate era una trama sin precedentes, de proporciones descomunales. Una red de sobornos, engaños, un lobby ilegal impulsado por eurodiputados y ex eurodiputados a sueldo de Qatar o Marruecos. Una red con cientos de miles de euros en maletines, pisos comprados a tocateja, viajes por todo el globo, manipulación de dosieres de derechos humanos y servicios de espionaje de media docena de países activos por todo el continente. Un caso espectacular dirigido por el juez estrella del país, el indomable Michel Claise.
El problema es que, 12 meses después, no hay ningún acusado en prisión, el juez estrella ha tenido que hacerse a un lado por un feísimo conflicto de intereses, el fiscal federal que llevaba el dosier, Raphael Malagnini, se ha buscado otro trabajo. Las peticiones de arresto de un ministro qatarí y de un diplomático marroquí se han esfumado. Y hay políticos belgas que claramente se han librado de la investigación por sus conexiones, aunque haya una montaña gigantesca de pruebas apiladas.
Un año después, el proceso está estancado y hay una guerra civil entre abogados e instituciones, pero también medios, que empiezan a tirarse los trastos. Para unos sigue siendo un caso brutal de injerencia, sobornos o como poco lobby irregular. Para otros se trata de violaciones de derechos de presuntos inocentes con inmunidad no respetada que puede terminar en un escarnio para las autoridades locales y una serie de condenas por elusión fiscal como mucho. Que había gente trabajando por los intereses de potencias extranjeras parece fuera de duda. Que eso sea diferente a lo que se hace habitualmente, está por concretarse. Los interrogatorios o los mensajes incautados muestran a un grupo timando a gobiernos como los mencionados o los de Mauritania aprovechando «el poco conocimiento que tienen de cómo funciona el Parlamento Europeo».
Ni hay fecha para un proceso ni se espera pronto. El magistrado tuvo que recusarse tras saberse que su hijo tenía negocios con el hijo de una eurodiputada vinculada de todas las formas posibles con la trama (y cuyo ex marido está ahora casado con la ministra de Exteriores de Bélgica), pero que ni siquiera ha sido llamada a declarar una sola vez. Ni cuando la policía encontró casi 300.000 euros en un piso que tienen ella y su más que sospechoso hijo. Ni cuando fue la primera persona a la que llamaron los detenidos. Increíble es poco.
El presunto cabecilla, Antonio Panzeri, ha confesado haber recibido millones y, aprovechando la legislación de arrepentidos, ha reducido su condena a cambio de colaborar. El resto está en casa, con o sin brazaletes electrónicos. Y la más célebre, Eva Kaili, ha vuelto a la Eurocámara, si bien despojada de su cargo de vicepresidenta y siendo expulsada de los socialistas. Todo huele a podrido. Bélgica no puede permitirse otro fiasco y ridículo. Pero las carencias en el país que presume de paraíso de las garantías claman al cielo. C’est comme ça ici.