En sus primeros nueve meses en el poder, Donald Trump ha despedido a decenas de miles de funcionarios, eliminado la agencia de cooperación al desarrollo más grande del planeta y echado, porque no querían perseguir a sus enemigos políticos, a fiscales. O a agentes con décadas de experiencia del FBI, que formaron parte de las investigaciones de los crímenes por los que él fue acusado (y declarado culpable). Ha prescindido de reguladores y violado todo tipo de normas sobre conflictos de interés, mezclando sus negocios y las criptomonedas con sus acciones en la Casa Blanca.
Ha cortado la financiación a decenas de universidades, ha sometido a despachos de abogados, obligándolos a trabajar gratis para él. Ha presionado a los directivos de las principales empresas del país para que no aplicaran subidas de precios, provocadas por sus aranceles, a los consumidores. Ha humillado y doblegado a los gurús de las grandes tecnológicas del planeta, forzándolos a pagarle millones por haberle cerrado sus cuentas en redes sociales tras el asalto al Capitolio. Ha demandado ante los tribunales, pidiendo miles de millones de dólares, a los principales periódicos. Ha forzado el despido de periodistas y de cómicos de televisión, usando a los reguladores del sector y su poder para vetar grandes fusiones o para azuzar la posibilidad de pérdidas de licencias.
Mientras juega una y otra vez con la idea de servir un tercer mandato, algo que prohíbe la Constitución, ha desplegado a la Guardia Nacional, al ejército, por todo el país, en muchos estados, a menudo contra la voluntad de los gobernadores. Llenado las calles de agentes enmascarados que sin identificarse arrestan a personas sin decir a dónde se las llevan. Ha declarado organización terrorista a los antifa, algo que es una ideología, un credo, pero no un grupo real, sentando las bases para poder actuar contra cualquier organización de la izquierda.
Ha flirteado una y otra vez con la idea de anexionarse Groenlandia o el Canal de Panamá, por no hablar de toda Canadá. Y ha perdonado a los asaltantes del Capitolio mientras sus ministros usaban todos los resortes del Estado para intimidar a sus enemigos: la fiscal de Nueva York Letitia James, su ex consejero de Seguridad Nacional, John Bolton; el ex director del FBI, James Comey.
Hasta llegar al discurso esta misma semana, ante más de 800 generales, almirantes y comandantes de los tres ejércitos, a los que pidió que se involucren en su lucha contra «el enemigo interno» y los «lunáticos de la izquierda», en sus palabras. «El mes pasado, firmé una orden ejecutiva para capacitar a una fuerza de reacción rápida que pueda sofocar disturbios civiles. Y esto será muy importante para los aquí presentes», les dijo a los máximos responsables militares, «porque es el enemigo interno, y tenemos que controlarlo antes de que se descontrole». «Estados Unidos está siendo invadido desde dentro. No es diferente a un enemigo extranjero, pero es más difícil en muchos sentidos porque no llevan uniforme. Al menos cuando llevan uniforme, puedes eliminarlos», afirmó.
La mayor y más veloz deriva autoritaria de la que hay constancia, en la primera potencia del planeta, no ha encontrado prácticamente oposición. Hay tanto sobre la mesa, al mismo tiempo y en todas partes, que supera cualquier intento de asimilarlo. Desconcierta y anula. Unas pocas manifestaciones por todo el país, algunos disturbios en Los Ángeles hace meses, y poco más. La oposición no tiene líder, está perdida, rota, dividida y asustada. Nunca supo encontrar la receta para derrotar a Trump y ahora no sabe cómo hacer frente a su apisonadora.
«Senador, ¿qué va a hacer usted»
El pasado 7 de septiembre, la influyente sección de opinión de la edición dominical de The New York Times, el periódico más grande, más rico y con más lectores del mundo, estuvo consagrada casi a un solo tema. La portada recogía los rostros de los 47 senadores demócratas con una pregunta debajo de cada imagen. «Senador, ¿qué va a hacer usted». Y lo acompañaba de un titular a siete columnas: «Dejen de financiar la toma del poder por parte de Trump». El periódico instaba al partido de la oposición, no a una rebelión total, sino simplemente a que dejara de colaborar con los republicanos, a que no votaran por segunda vez a favor de prorrogar en las leyes de financiación, para que el aparato del Estado no pueda seguir funcionando como si no ocurriese nada. Como si todo fuera normal.
Así fue. A medianoche del pasado miércoles, 1 de octubre, el Gobierno de Estados Unidos no tuvo más remedio que ‘echar el cierre’. El término en inglés es shutdown y se produce cuando los dos partidos no se ponen de acuerdo sobre la siempre precaria financiación federal, lo que lleva a que el Estado se paraliza salvo en sus labores más importantes y cientos de miles de empleados públicos se van a casa, sin empleo ni sueldo, durante días o semanas.
Generalmente, todo esto proceso que se repite una o dos veces al año en sus diferentes versiones, se queda en una gran tragicomedia, con piques, declaraciones, negociaciones maratonianas y acuerdos sobre la bocina. Pero de vez en cuando, lo habitual no basta. Le pasó a Gerald Ford, a Jimmy Carter, a Ronald Reagan, a George Bush, Bill Clinton, Barack Obama y a Donald Trump en su primer mandato, más de 20 cierres en las últimas décadas. Y ha vuelto a pasar ahora. Pero esta vez es diferente. No por la secuencia, que ha sido calcada a todas las anteriores, sino por las gigantescas implicaciones que hay detrás.
En marzo, presionados en la misma situación, los demócratas, entre durísimas críticas de la izquierda y la incomprensión del resto del planeta, optaron por llegar a un acuerdo ¿Qué ha cambiado desde entonces? De forma resumida, todo. Una deriva autoritaria, un tsunami de órdenes ejecutivas, despidos, venganzas, amenazas y movilización politizada del ejército imposible de resumir, casi imposible de creer. Entonces, Trump ya había dado muestras más que suficientes de que este mandato no iba a ser como el de 2016-2020, de que su preparación, su agenda, su equipo eran completamente diferentes. Pero la oposición, aturdida tras las elecciones, con horribles datos en las encuestas (todavía sale muy por debajo de sus rivales en las más recientes), con unas previsiones muy negras a medio plazo, estaba perdida.
Pensaban, sin un líder claro, sin una agenda sólida, sin entender todavía qué había pasado, que lo más responsable era no bloquear el país, porque iban a parecer unos malos perdedores rencorosos. Se lo fiaron todo a los tribunales, que iban parando las medidas. Y a los mercados, que parecían los únicos capaces de hacer rectificar al presidente en su política económica y arancelaria. Porque, argumentaban, mandar a ciento de miles de funcionarios a casa, mientras el DOGE de Elon Musk afilaba la motosierra dentro de la administración, era un suicidio.
Seis meses después, el panorama es muy distinto. Los mercados están en calma porque no hay guerra comercial. Éstas ocurren cuando dos luchan, pero si el resto del planeta se pliega, como ha hecho (salvo China), no llega la sangre. Los inversores están preocupados por la presión sobre la independencia de la Reserva Federal, el mal dato de crecimiento o de creación de empleo y por las perspectivas a medio plazo de la deuda y el déficit. Pero también son pragmáticos, se han ajustado a la nueva normalidad y además son receptivos a todo tipo de estímulos. Y si Trump destroza la credibilidad de la Fed, pero logra que bajen los tipos de interés, durante un tiempo habrá más crédito y dinero circulando.
Igualmente, los jueces siguen parando las medidas del presidente, pero el Tribunal Supremo, con una potente mayoría conservadora (6 a 3), revierte una detrás de otra casi todas las decisiones, avalando las cada vez más radicales posiciones del Ejecutivo. Desde el despido de funcionarios a las deportaciones. Le han dado poderes impensables en los últimos 15 meses, desde la inmunidad total a margen para negarse a gastar el dinero asignado por el Congreso. destituir a los directores de agencias independientes o movilizar a la guardia nacional sin razones de peso. Y está por ver si le permite privar de ciudadanía a los hijos de inmigrantes, un derecho también reconocido en la Constitución.
Problema de credibilidad
Pero sobre todo, hoy, los demócratas se enfrentan a un problema de credibilidad y coherencia como pocos en la política moderna. Después de una década hablando del peligro que representa Trump, de su destrozo de las instituciones, de sus instintos autoritarios, de los riesgos para la democracia, de golpismo, de fascismo o incluso de una senda hacia el totalitarismo, ¿cómo esperan que alguien les tome en serio si siguen comportándose como siempre? Hay una falta de concordancia estratosférica entre denunciar lo que denuncian, entre decir como dice el gobernador de California, Gavin Newsom, que cree que a este ritmo el país no celebrará elecciones en 2028 porque se habrá convertido en una dictadura, y negociar presupuestos, leyes, nominaciones, votar a cargos y acudir como cualquier otro día al Capitolio. A menudo, con congresistas apoyando las propuestas rivales.
Hace unos meses, James Carville, estratega histórico de los demócratas, afirmó: «No hay nada que los demócratas puedan hacer legítimamente para detener a Trump, incluso si quisiéramos. Sin un líder claro que exprese nuestra oposición y sin control en ninguna rama del Gobierno, es hora de que los demócratas se embarquen en la maniobra política más audaz en la historia de nuestro partido: dar marcha atrás y hacerse los muertos. Permitir que los republicanos se derrumben bajo su propio peso y hacer que el pueblo estadounidense nos extrañe. Silencio hasta que la administración Trump haya caído en picado hasta un porcentaje de aprobación pública de entre el 40 y el 30% en las encuestas. En ese momento es cuando deberíamos comportarnos como una manada de hienas y lanzarnos a la yugular. Hasta entonces, estoy pidiendo una retirada política estratégica».
«Temo que no tengamos elecciones en 2028»
De una manera u otra, eso es lo que el Partido Demócrata ha hecho. Hablan constantemente de inflación, de degradación, de poca creación de puestos de trabajo, de seguros médicos, de presupuestos. Y algunos de corrupción sistémica. Temas importantísimos, pero que deberían palidecer ante la gravedad de lo que ocurre. Su respuesta es que el efectismo, desde cerrar el Gobierno a denunciar el camino hacia una dictadura, no funciona. Ya no. Que la gente no se lo cree, no escucha, no se lo toma en serio, por lo que hay que apelar al bolsillo.
Cada vez más voces, dentro y fuera de la política, les gritan es que si siguen a la espera va a ser demasiado tarde. «Temo que no vayamos a tener elecciones en 2028. Lo digo con toda sinceridad, a menos que nos demos cuenta de la alarma, de lo que está sucediendo en este país, y nos demos cuenta con serenidad de la gravedad de este momento», dijo hace unos días Newsom durante una aparición en The Late Show con Stephen Colbert, uno de los cómicos que se va a quedar sin programa por las presiones del presidente a su cadena.
Analistas y expertos empiezan a barajar un escenario similar. Quizás con papeletas, urnas, pero en procesos no competitivos. Steven Levitsky, Lucan Way y Daniel Ziblatt, tres politólogos especializados en el fin de las democracias, llevan meses avisando de que no hay precedentes en sus archivos históricos de algo como lo que está viviendo EEUU, que parece ensimismado, con una fe ciega en los famosos checks and balances, los pesos y contrapesos, que han sostenido con sus altos y bajos la República en los últimos 250 años. En toda democracia liberal, los resortes sirven para contener la situación siempre y cuando los actores respeten un porcentaje alto, muy alto, de las reglas del juego. Pero no sirven si alguien decide desviarse completamente. Ante eso no hay solución tradicional que funcione.
«¿Cómo sabremos los estadounidenses que hemos perdido nuestra democracia? El autoritarismo es más difícil de reconocer que antes. La mayoría de los autócratas del siglo XXI son elegidos. En lugar de reprimir violentamente a la oposición como Castro o Pinochet, los autócratas actuales convierten las instituciones públicas en armas políticas, utilizando las fuerzas del orden, los organismos fiscales y reguladores para castigar a los oponentes e intimidar a los medios de comunicación y a la sociedad civil. A esto lo llamamos autoritarismo competitivo: un sistema en el que los partidos compiten en las elecciones, pero el abuso sistemático del poder de un gobernante inclina la balanza en contra de la oposición. Así es como gobiernan los autócratas en la Hungría, la India, Serbia y la Turquía contemporáneas, y cómo Hugo Chávez gobernó en Venezuela», escriben los tres politólogos.
La experiencia reciente por todo el planeta muestra que esa deriva hacia un autoritarismo competitivo no siempre hace sonar las alarma, del establishment o de la ciudadanía, porque como los gobiernos «atacan a sus rivales mediante medios supuestamente legales, como demandas por difamación, auditorías fiscales e investigaciones con fines políticos, los ciudadanos suelen tardar en darse cuenta de que están sucumbiendo a un régimen autoritario. Más de una década después del inicio del gobierno de Chávez, la mayoría de los venezolanos aún creían vivir en una democracia».
¿Cómo se podría saber entonces si Estados Unidos ha cruzado la línea? Levitsky, Way y Ziblatt proponen una métrica simple: el coste de oponerse al Gobierno. «En las democracias, los ciudadanos no son castigados por oponerse pacíficamente a quienes ostentan el poder. No tienen que preocuparse por publicar opiniones críticas, apoyar a candidatos de la oposición o participar en protestas pacíficas porque saben que no sufrirán represalias del Gobierno». En las dictaduras y los regímenes autoritarios no competitivos, ocurre lo contrario.
Por desgracia, esa línea en EEUU hace tiempo que se cruzó. Trump ordenó al Departamento de Justicia que investigara a Christopher Krebs, que como director de la Agencia de Ciberseguridad y Seguridad de Infraestructuras, dijo que las acusaciones de fraude electoral en 2020 eran completamente falsas. Los agentes han registrado la casa de John Bolton, privado además de escolta a pesar de las amenazas creíbles de muerte del régimen iraní. Trump ha fulminado a uno de los suyos, un fiscal republicano, que no encontró ninguna prueba para procesar a Letitia James, fiscal general de Nueva York, quien presentó una demanda contra Trump en 2022. Y ha suspendido las autorizaciones de seguridad de decenas de altos cargos demócratas.
Esta misma semana, un agente del FBI ha sido despedido porque, siguiendo las normas, no quiso detener a su ex director James Comey y a exhibirlo esposado ante las cámaras, como quería la Administración y como le ocurrió en su momento a Peter Navarro, amigo y asesor comercial del presidente. Y se ha sabido que el director de la Biblioteca Presidencial de Dwight Eisenhower ha sido cesado porque cuando Trump quiso regalarle unas de las espadas de Ike al Rey Carlos de Inglaterra, en su reciente viaje oficial a Reino Unido, el veterano servidor público, con 30 años de carrera, dijo que no era posible, porque son propiedad del Gobierno y era ilegal regalarlas.
El precio, el castigo por la resistencia, por seguir las reglas, está muy claro: el puesto de trabajo, una investigación, la cárcel incluso. Ya no queda nadie que no esté advertido. Queda por saber cuánta gente está dispuesta a pagarlo.















