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Agarrado a un pequeño radiotransmisor, Abu Azzam conminó a gritos al corrillo que se había agrupado alrededor frente al restaurante Al Agha. Les instó a que se disolvieran. «¡Fuera de aquí, si hay otra bomba, vamos a morir todos!»
Hacía sólo unos pocos minutos que las fuerzas locales habían conseguido extinguir el incendio que consumía los restos del coche bomba. Los paramilitares se habían desplegado nerviosos en torno al amasijo de metal retorcido. El taxi colectivo se encontraba a pocos metros. Había recibido la mayor parte de la metralla. Quedó varado en mitad de la avenida, con el lateral hundido. Su conductor no sobrevivió a las heridas.
A esa hora, poco antes de las 20:00, Bashar Badro, uno de los camareros del Agha, intentaba limpiar los restos de las cristaleras del negocio, que terminaron esparcidas en pedazos por la acera. «Vimos bajar a un hombre que salió corriendo y se montó en otro vehículo. Fue cuestión de segundos. De repente, vimos un fogonazo y una explosión tremenda. Al salir me encontré con un herido, con la cabeza repleta de sangre», explicó.
Los uniformados locales seguían interrogando a los testigos. El comandante Abu Azzam recordó que los atentados se están convirtiendo en algo habitual. «Ayer [por el día 22], desmantelamos otro coche que venía cargado con 50 kilos de [explosivo] C-4. Es obvio que el PKK [el partido kurdo que lidera Abdullah Ocalan] quiere desestabilizar Manbij«, comentó a los presentes.
Badro, el empleado del restaurante, asintió con la cabeza y recordó que las fuerzas kurdas perdieron el control de la villa debido a una sublevación popular. «Quieren crear miedo. Es una venganza contra la población», opinó.
El atentado del pasado día 23 de enero es el último incidente de este tipo que se registra en la localidad siria de Manbij, situada a 100 kilómetros al este de Alepo y a 30 del río Éufrates. El cauce fluvial y la estratégica presa de Tishrin -situada en ese mismo lugar- son desde hace semanas el último frente bélico que sigue activo en Siria tras la caída del régimen de Bashar al Asad el pasado 8 de diciembre.
Una región donde las facciones sirias apoyadas por Turquía -que responden al nombre global de Ejército Nacional Sirio (ENS)- y las que se integran en las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), lideradas por los kurdos, libran violentos combates donde se están usando artillería, cohetes, drones y hasta aviones turcos.
El Observatorio Sirio de los Derechos Humanos, una agrupación independiente, señaló hace días que esa ofensiva ha dejado ya cientos de muertos.
El colapso de la dictadura provocó una sublevación popular en Manbij el mismo 8 de diciembre. Miles de ciudadanos se lanzaron a las calles para exigir la salida del núcleo urbano de los milicianos del FDS, que habían incorporado hace ocho años este enclave a la autonomía de facto que mantienen en el noreste del país. La revuelta consiguió que los integrantes del ENS se apoderaran de la metrópoli y forzó el repliegue hacia el Éufrates de los kurdos.
El distrito de Manbij es otro ejemplo del complejo escenario que enfrenta la nueva Siria. Este territorio donde habitan varios cientos de miles de árabes, junto a significativas minorías de la comunidad turcomana o kurda, se encuentra bajo el control efectivo de facciones aliadas de Ankara y no de las fuerzas que tomaron el poder en Damasco.
Los paramilitares a cargo de la villa insisten en que esta situación tan sólo es «temporal» y que están dispuestos a incorporarse a un ejército unificado dependiente del poder central, como argumenta Abu Azzam, integrante del comité militar que dirige la población desde el 9 de diciembre.
A la espera de que esa hipótesis se concrete, la presencia de los uniformados de Hayat al Tahrir al Sham (HTS) -en el poder en Damasco- se desvanece tras el paso de un gran control al oeste de la ciudad de Al Bab, que también se encuentra bajo la égida del ENS.
A partir de ahí, la influencia turca es tan obvia como la presencia de la base que han establecido pocos kilómetros más adelante, en Al Zarzour. Los carteles que vigilan el paso de la ruta están escritos en turco -una enorme señal de «Dur» (Pare) avisa a los viajeros cuando se acercan a las instalaciones militares- y la logística de todo el complejo sigue las normas de la OTAN.
Las señales de impactos de obuses sobre el asfalto de la ruta son un recuerdo de los violentos combates que registró durante años toda esta región al este de Alepo. Aquí, la línea del frente se movió de forma recurrente cual acordeón y los mismos enclaves cambiaron de manos en múltiples ocasiones.
El antiguo hotel de Manbij también es un reflejo de la suerte cambiante de quienes lograron administrar este enclave. A su costado permanece el esqueleto de lo que fue el tribunal del Estado Islámico (ISIS). Su fachada, pintada en negro, todavía exhibe uno de sus lemas: «Sólo Dios puede juzgarnos». El complejo hotelero fue el cuartel general de los kurdos. Lo recuerdan las fotos de Ocalan y otros dirigentes de esa comunidad que los nuevos regentes del lugar han colocado junto a unas escaleras para que sirvan de alfombras.
Manbij no es más que otro exponente a pequeña escala del largo calvario que sufrió todo el país. La metrópoli fue capturada por las fuerzas opositoras del llamado Ejército Libre de Siria (ELS) en julio de 2012. Durante casi 18 meses, la urbe fue un modelo democrático controlado por asambleas locales de las que formaban parte todas las agrupaciones armadas y la sociedad civil.
Sin embargo, con el paso del tiempo los diversos grupos empezaron a disputarse los centros de poder, permitiendo el auge del Estado Islámico, que se apoderó de la población a principios de 2014.
Ahí comenzó el reinado de terror de los fundamentalistas. Tras la victoria del pasado 8 de diciembre, las plazas fueron rebautizadas y adornadas con los retratos de los incontables muertos que ha dejado este largo proceso. Los que cayeron peleando contra el régimen, contra los militantes del FDS y también contra el ISIS.
Durante la égida de Asad, antes de 2011, una de las principales glorietas recibió el estrambótico nombre de la plaza del Pato. «El régimen construyó aquí una estatua de ese animal», indica Moawiya Al Saleh, uno de los vecinos.
Animados por su ideario mesiánico, los extremistas volaron el monumento y a partir de ese instante -recuerda Saleh- convirtieron la rotonda en lugar de ejecuciones públicas.
«Te hacían pasar cursos de ley islámica de varias semanas. Si suspendías el examen, volvías a repetirlo. No podías estar en la calle durante la hora del rezo. Decapitaban y crucificaban en esta misma plaza. Daesh (el apelativo despectivo que se le da ahora al ISIS) fue el horror», recuerda el joven, que permaneció en Manbij durante aquellos años.
El lugar exhibe ahora una foto de Abu Hamza y su hermano, dos de los combatientes locales que perdieron la vida peleando contra los fundamentalistas. «Pese al dolor que cruza nuestro corazón, tu martirio siempre será un orgullo en la corona que llevaremos en la cabeza», se lee junto a sus imágenes.
El horror provocó un inmenso éxodo de los habitantes. Abu Azzam estima que casi un 40% de los vecinos de la población huyeron junto a los remanentes del ELS. Él fue uno de ellos. Terminó en Turquía. El jefe militar tenía sólo 16 años cuando se incorporó a las manifestaciones que pedían reformas a Bashar al Asad. Cuando este respondió con un baño de sangre, decidió que las protestas pacíficas no tenían sentido y se unió a los incipientes grupos armados.
«Daesh fue terrible pero no podemos olvidar que de todos los regímenes que hemos tenido que sufrir, el que más daño y más muertes produjo fue el de Bashar», insiste.
La brutalidad del ISIS hizo que los residentes de Manbij se aferraran a cualquiera que les otorgara la posibilidad de desembarazarse de esa era de pavor. «Los kurdos fueron como esa mano que te tiende alguien cuando te estás ahogando. No preguntas, la agarras», aclara Moawiya Al Saleh.
Después de un devastador asedio y meses de combates casa por casa, el FDS capturó Manbij en 2016, gracias a la vital ayuda de la aviación de países occidentales. Los kurdos contaron asimismo con la aquiescencia de milicias tribales del lugar.
Pero después llegó la corrupción, la discriminación hacia los árabes, el reclutamiento obligatorio y los impuestos obligatorios para sostener a su ejército, que acabaron por asfixiar a la economía local, aduce Saleh.
El día 8, nada más conocerse la huida de Bashar, una muchedumbre se congregó en las calles. «Fuimos a las cárceles y les exigimos a los kurdos que soltaran a los presos. Colocaron francotiradores en el hospital y nos amenazaron con disparar. Como no nos íbamos, empezaron a matar a gente. Vi a dos personas desplomarse a mi lado», relata Ezzedine Khalid Al Yassem, de 44 años.
El descontento popular fue un elemento decisivo en la derrota del FDS. Pese a su uniforme, el comandante Abu Azzam no duda en atribuir la «liberación» de Manbij -así la califica- a los propios habitantes. Fueron ellos, agrega, los que sitiaron a los militantes del FDS en sus acuartelamientos y finalmente les obligaron a huir.
Según Abu Azzam, los choques armados provocaron más de una treintena de muertos del lado kurdo y una decena en sus filas.
Ni los propios integrantes del Ejército Nacional Sirio confiaban en ser capaces de doblegar la resistencia del FDS. Sabían que los kurdos habían preparado durante años una sofisticada red de túneles debajo de la ciudad.
Tan sólo después de acceder a la localidad fueron capaces de asumir la magnitud de su triunfo. Un intrincado sistema de canalizaciones subterráneas construídas a lo largo de años cayó en cuestión de horas.
Abderrahman Yassem lidera una de las patrullas que desde el mismo día 8 de diciembre están recorriendo ese entramado cuyo alcance real todavía desconocen. El miliciano acompaña al visitante hasta un terreno repleto de barro donde se descubre un socavón ingente que conduce a la entrada principal de la red de túneles. «Aquí cabe un camión», remarca el paramilitar mientras se adentra por el espectacular conducto.
Los túneles de Manbij estaban equipados con generadores, electricidad, conductos de respiración, habitaciones y depósitos de armas. De momento, los hombres de Yassem han identificado hasta 150. Son tantos que los kurdos colocaron una especie de señales con las direcciones hacia las que iba cada corredor. «Camino hacia la autopista», afirma una de ellas.
«Es como una telaraña. Hay túneles principales y de esos salen ramificaciones con puertas de entrada escondidas en casas, en parques, escuelas, etcétera. Es una ciudad debajo de la ciudad», aclara Yassem, que sigue caminando por el subsuelo alumbrándose con una linterna.
De pronto, sus hombres salen a la carrera. Acaban de descubrir a un grupo de personas. Se trata de simples vecinos que intentan saquear lo que dejaron los kurdos. La camarilla acaba esposada y es conducida a la superficie.
A Yassem le preocupan menos los ladrones que la posibilidad de que los kurdos usen estas mismas galerías para infiltrarse de vuelta en la ciudad. Dice que durante los días siguientes al 8 de diciembre, los paramilitares capturaron a decenas de combatientes kurdos que ni siquiera se habían enterado de que Manbij había caído en manos del ENS. «Aquí hubiesen podido vivir durante años», agrega.
El grupo de hombres armados usa una salida que les lleva al sótano de una vivienda de apartamentos de tres pisos. Cerca de aquí, en un parque muestran otro de los accesos.
La construcción de esta vasta obra bajo tierra, lejos de ser un secreto, se convirtió en una de las escasas opciones laborales de los habitantes de Manbij. Moawiya Al Saleh aclara que los kurdos reclutaban cada jornada a un amplio contingente de desempleados a los que pagaban «entre 40 y 50.000 libras por día (unos cinco euros)».
Pese a la presencia del ENS, la ciudad sigue sumida en la incertidumbre. Las calles se vacían al caer la noche y se sumen en la oscuridad ante la falta de electricidad. Los coches bomba recuerdan que desafortunadamente, pese al fin del clan Asad, la guerra no ha concluido.
La suerte de Manbij se vincula a la perenne disputa que mantienen los kurdos y el Gobierno de Ankara, el principal aliado del ENS. El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha dejado claro que quiere poner fin al experimento de autogobierno iniciado por los kurdos.
El hombre fuerte de Damasco y líder de Hayat al Tahrir (HTS), Ahmed Sharaa, no se ha implicado hasta ahora en la refriega y se ha pronunciado a favor de la negociación con los kurdos en una reciente entrevista con una emisora turca, donde reconoció que esta comunidad «sufrió muchas injusticias en el pasado, especialmente durante el régimen de Bashar al Asad».
El futuro del FDS depende, sin embargo, en gran medida de la posición que adopte la nueva Administración de EEUU, que hasta ahora ha sido el principal sostén del FDS. Durante su primer mandato, Trump nunca se mostró especialmente interesado en la presencia de soldados de su país en el este de Siria.
Mientras, la región enfrenta el riesgo añadido que entraña el hecho de que los choques armados más feroces se estén desarrollando en torno a la estratégica presa de Tishreen, situada a pocas decenas de kilómetros de Manbij, que sigue en manos del FDS.
La pugna ha provocado que diversas organizaciones internacionales adviertan sobre el riesgo que conllevan las hostilidades para la construcción, recordando la catástrofe que supuso la voladura de la presa de Jersón en Ucrania.
El máximo responsable del embalse, Ali Demir, declaró a la página kurda Rudaw que las consecuencias de un posible colapso del dique no sólo llegarían hasta Manbij o la ciudad de Raqqa sino posiblemente serían «un desastre» también para Irak, ya que a su vez pondría en grave riesgo la estabilidad de otra presa cercana, la de Tabqa.
«No tenemos nada contra los kurdos. Nuestro problema es el PKK (el grupo liderado por Ocalan, que fue origen de las fuerzas asentadas en Rojava). Ellos están aprovechando que no podemos lanzar una ofensiva masiva contra la presa porque podría ser destruída y eso sería una enorme catástrofe», concluye Abu Azzam.